«Huye la tarde en mi prisión Una dulce lámpara arde Estamos solos en mi celda Bella luz razón adorable»
«Prisionero sin horizonte» (Apollinaire)
Es fama que la invasión por parte de Henri Matisse y sus amigos de Colliure del Salón de Otoño de París, supuso para la pintura el definitivo triunfo del subjetivismo. El rechazo del color imitativo y su substitución por la pureza expresiva, se hizo bandera de la vanguardia. De este modo y a la vez que el inimitable André Derain ilustraba el primer libro de poemas de Guillaume Apollinaire, quien supo ver, admitió por fin la distancia que conviene establecer entre la naturaleza y el hecho creativo.
Luego vinieron otros a confirmar la poética de los nuevos hallazgos. Paul Klee, para quien era el color el que se apoderaba del artista y no al contrario; dictando así sus normas y su estética. Kandinsky, que entendía la pincelada del pintor como la nota, exacta, necesaria, gentilmente depositada sobre la partitura por el compositor. El matrimonio Delaunay, para quienes el color era la esencia misma de la dinámica natural… El resultado fueron aquellas paletas de tonos inolvidables, que hacían de la obra de arte una creación hermana de la naturaleza, pero en ningún caso remedo de ella, sino su mismo complemento.
Bien es verdad que al gusto por la explosión de luz le siguieron nuevas opciones y nuevas propuestas, pero la luz es la luz y siempre regresa al mundo plástico para reclamar lo que es suyo. Y esto es lo que ocurre cuando se contempla la obra de Manuel Suárez, un pintor que evidencia su capacidad para escuchar en su interior, congraciando así las impresiones de su retina con la demanda expresiva más íntima. Él mismo nos lo cuenta: «Aparece la obsesión, ¿y por qué no hacerse caso?», nos dice.
La utilización subjetiva del color y la materia, la explosión casi anímica de su «blanco María», sugieren el espíritu de aquel otoño de 1905, cuando los pintores decidieron dejar de comportarse como fotógrafos para tornar en poetas plásticos. Pues seguir la trayectoria bio-pictórica del artista coruñés Manuel Suárez Casal es un ejercicio muy parecido al de releerse una buena hagiografía de un clásico contemporáneo. Justamente esas que nos cuentan que el arte, de serlo, es evolución y permanente búsqueda.
Hace pocos años habíamos dejado a Manuel inmerso en su mundo medieval, expresionista, lleno de azules doncellas y bodegones sorprendentes por lo vividos y ciertos que parecían; hoy asistimos satisfechos a su desembarco en la abstracción. Con la buena pintura, con el buen arte, siempre ocurre así; los creadores de verdad prescinden de la materia más puramente tangible en el momento en que su búsqueda va más allá de lo inmediato, para perderse en las profundidades de la memoria. No sabemos por qué, pero parece existir una ley no escrita que conduce al creador a sustituir la línea por el gesto, algo muy parecido a lo que conocemos por madurez creativa.
Gracias a esa búsqueda afortunada, Manuel nos ofrece en su nueva serie horizontes de blancos insondables donde cualquier pensamiento puede estar o no estar, lugares ideales y serenos, pequeñas repúblicas donde perder la vista y serenar el espíritu. Un ejercicio necesario, poético y pertinente que, en mi opinión, parece querer reivindicar que el ser humano es sobre todo memoria y recuerdo, pues todo lo pasado cabe en esos profundos espacios de espátula y materia que tan cercanos, tan propios, tan familiares nos parecen. Las nuevas propuestas de Manuel Suárez se pueden contemplar en la galería Moret Art de La Coruña, del 9 de septiembre al 15 de octubre.