Escribe el poeta y editor Miguel Anxo Fernán Vello en un texto revelador que acompaña al catálogo de «Horizontes» que la pintura última de Manuel Suárez (La Coruña, 1972) respira en estos últimos tiempos de una abstracción personal e intuitiva, reafirmada desde lo gestual, «camino de un origen y una pureza que actúan al mismo tiempo como ‘raíz’ y como ‘horizonte’ de un nuevo universo pictórico».
Lo gestual, la pureza y el viaje al nacimiento de toda arte verdadera son inquietudes presentes en Suárez y en su obra. Porque en la hoja de ruta del autor, que toma de Picasso la máxima de que todo aprendizaje pasa por volver al punto cero de la infancia (algo así como volver a la práctica más radical, la del que crea sobre la nada sin la restricción o corsé previo de la memoria, la experiencia, la ideología), el cero es objetivo último. «Más que partir de cero, la búsqueda en la pintura te hace llegar a cero -explica-. Aquello que decía Picasso de volver a aprender a pintar como un niño. Toda esa frescura se pierde».
Así, la aventura artística es un juego de bumerán, de ida y vuelta. El bumerán no sirve de nada, no existe como tal, si no vuelve: «Primero, empiezas de cero cuando comienzas a aprender académicamente. Alcanzado ese aprendizaje de técnica, de dibujo, instalado en el diez, arranca una búsqueda hacia el cero real, el de lo primitivo en la pintura, del instinto primario de pintar. En las cuevas pintábamos. Llegar a eso es la búsqueda en la pintura: volver al cero, pero al cero auténtico, no al cero académico. Es el cero del sentido de la pintura en la humanidad».
Es el de Suárez un impulso ya transitado que explica, a su manera, el sociólogo Vicente Verdú: «El niño ni espera, ni busca, ni teme ser juzgado. Pinta como si emitiera un sonido espontáneo o, tratándose de artes visuales, como si, sencillamente, manchara. Los colores que conjunta, las formas que trasmite al papel o al lienzo son destilaciones de una aparente experiencia todavía sin yo y, en consecuencia, son como obras de arte en estado neto» («Pintar como un niño», 18 de febrero, http://www.elboomeran.com/).
Y de ese viraje hacia la simplificación, que es fruto de años de trabajo, parten los colores metálicos y ocre de «Horizontes», donde los motivos figurativos que Suárez no ha erradicado del todo en su producción han desaparecido. Los cuadros, organizados en variaciones numeradas al libre albedrío del autor (Horizonte, Catedral, Rectificaciones, por ejemplo), tienden a la neutralidad del color y de la numeración con leves contrapuntos (la mancha roja de contrapunto de Horizonte 567, por ejemplo). Tras el reto de la serie «Blanco María medio tono», «Horizontes» es una apuesta por la personalidad y el derecho a lo gestual, a la impronta técnica del autor sobre su creación en su «visión inmediata del mundo» (Fernán Vello).
«Horizontes» convoca al público a un debate más allá de la propia galería y de su propio autor, que abre el melón del debate sobre el arte y sobre el público. Porque para Suárez, que trabaja en la actualidad en una serie en blanco y negro, sin materia, inspirada en el clásico distópico «Metrópolis» (Fritz Lang), relacionada con la ingeniería, la industria, el mecanismo y el submundo obrero, el contacto de artista y público no es positivo.
«La comunión no existe ni debe existir. Hay gente que contacta con tu obra, pero esa comunión en la historia de la humanidad, en literatura, en cine, lo que sea, no se ha dado. Trabajar con alguien que te lleve la obra (el asesor, el comisario), sin estar en contacto directo con el público es lo que te hace estar ajeno a las modas. En ocasiones me dicen que la galería llega a un público minoritario: hace años estaba en la calle, en las ferias, y no llegaba a un público. El arte es para todos, y está ahí, pero no estoy seguro de que estando a pie de calle se llegue al gran público». El debate está abierto.